MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas: ¡Cristo ha resucitado!

Hoy proclamamos que Él, el Señor de nuestra vida, es «la resurrección y la vida» del mundo (cf. Jn 11,25). Es Pascua, que significa “paso”, porque en Jesús se realizó el paso decisivo de la humanidad: de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, del miedo a la confianza, de la desolación a la comunión. En Él, Señor del tiempo y de la historia, quisiera decirles a todos, con alegría en el corazón: ¡feliz Pascua!

Que sea para cada uno de ustedes, queridos hermanos y hermanas —en particular para los enfermos y los pobres, para los ancianos y los que están atravesando momentos de prueba y dificultad—, un paso de la tribulación a la consolación. No estamos solos, Jesús, el Viviente, está con nosotros para siempre. Que la Iglesia y el mundo se alegren, porque hoy nuestra esperanza ya no se estrella contra el muro de la muerte; el Señor nos ha abierto un puente hacia la vida. Sí, hermanos y hermanas, en Pascua el destino del mundo cambió; y hoy, que coincide además con la fecha más probable de la resurrección de Cristo, podemos alegrarnos de celebrar, por pura gracia, el día más importante y hermoso de la historia.

Cristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado, como se proclama en las Iglesias de Oriente: Christòs anesti! Ese verdaderamente nos dice que la esperanza no es una ilusión, ¡es verdad! Y que, a partir de la Pascua, el camino de la humanidad, marcado por la esperanza, avanza veloz. Nos lo muestran con su ejemplo los primeros testigos de la Resurrección. Los Evangelios describen la prisa con la que el día de Pascua «las mujeres corrieron a dar la noticia a los discípulos» (Mt 28,8). Y, después que María Magdalena «corrió al encuentro de Simón Pedro» (Jn 20,2), Juan y el mismo Pedro “corrieron los dos juntos” (cf. v. 4) para llegar al lugar donde Jesús había sido sepultado. Y después, la tarde de Pascua, habiendo encontrado al Resucitado en el camino de Emaús, dos discípulos “partieron sin demora” (cf. Lc 24,33) y se apresuraron para recorrer muchos kilómetros en subida y a oscuras, movidos por la alegría incontenible de la Pascua que ardía en sus corazones (cf. v. 32). Es la misma alegría por la que Pedro, viendo a Jesús resucitado a orillas del lago de Galilea, no pudo quedarse en la barca con los demás, sino que se tiró al agua de inmediato para nadar rápidamente hacia Él (cf. Jn 21,7). En definitiva, en Pascua el andar se acelera y se vuelve una carrera, porque la humanidad ve la meta de su camino, el sentido de su destino, Jesucristo, y está llamada a ir de prisa hacia Él, esperanza del mundo.

Apresurémonos también nosotros a crecer en un camino de confianza recíproca: confianza entre las personas, entre los pueblos y las naciones. Dejémonos sorprender por el gozoso anuncio de la Pascua, por la luz que ilumina las tinieblas y las oscuridades que se ciernen tantas veces sobre el mundo.

Apresurémonos a superar los conflictos y las divisiones, y a abrir nuestros corazones a quien más lo necesita. Apresurémonos a recorrer senderos de paz y de fraternidad. Alegrémonos por los signos concretos de esperanza que nos llegan de tantos países, empezando de aquellos que ofrecen asistencia y acogida a quienes huyen de la guerra y de la pobreza.

Pero a lo largo del camino todavía hay muchas piedras de tropiezo, que hacen arduo y fatigoso nuestro apresurarnos hacia el Resucitado. A Él dirijamos nuestra súplica: ¡ayúdanos a correr hacia Ti! ¡Ayúdanos a abrir nuestros corazones!

Ayuda al amado pueblo ucraniano en el camino hacia la paz e infunde la luz pascual sobre el pueblo ruso. Conforta a los heridos y a cuantos han perdido a sus seres queridos a causa de la guerra, y haz que los prisioneros puedan volver sanos y salvos con sus familias. Abre los corazones de toda la comunidad internacional para que se esfuerce por poner fin a esta guerra y a todos los conflictos que ensangrientan al mundo, comenzando por Siria, que aún espera la paz. Sostiene a cuantos han sido afectados por el violento terremoto en Turquía y en la misma Siria. Recemos por cuantos han perdido familiares y amigos, y se quedaron sin casa; que puedan recibir consuelo de Dios y ayuda de la familia de las naciones.

En este día te confiamos, Señor, la ciudad de Jerusalén, primer testigo de tu Resurrección. Expreso mi profunda preocupación por los ataques de estos últimos días, que amenazan el deseado clima de confianza y respeto recíproco, necesario para retomar el diálogo entre israelíes y palestinos, de modo que la paz reine en la Ciudad Santa y en toda la región.

Ayuda, Señor, al Líbano, todavía en busca de estabilidad y unidad, para que supere las divisiones y todos los ciudadanos trabajen juntos por el bien común del país.
No te olvides del querido pueblo de Túnez, en particular de los jóvenes y de aquellos que sufren a causa de los problemas sociales y económicos, para que no pierdan la esperanza y colaboren en la construcción de un futuro de paz y fraternidad.

Dirige tu mirada sobre Haití, que está sufriendo desde hace varios años una grave crisis sociopolítica y humanitaria, y sostiene el esfuerzo de los actores políticos y de la comunidad internacional en la búsqueda de una solución definitiva a los numerosos problemas que afligen a esa población tan atribulada.

Consolida los procesos de paz y reconciliación emprendidos en Etiopía y en Sudán del Sur, y haz que cese la violencia en la República Democrática del Congo.

Sostiene, Señor, a las comunidades cristianas que hoy celebran la Pascua en circunstancias particulares, como en Nicaragua y en Eritrea, y acuérdate de todos aquellos a quienes se les impide profesar libre y públicamente su fe. Concede consuelo a las víctimas del terrorismo internacional, especialmente en Burkina Faso, Malí, Mozambique y Nigeria.

Ayuda a Myanmar a recorrer caminos de paz e ilumina los corazones de los responsables para que los martirizados Rohinyá encuentren justicia.

https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/urbi/documents/20230409-urbi-et-orbi-pasqua.html